Ayer volvió a ocurrir; y ya van siete. El 29 de septiembre del año 2010 quedará en la memoria de nuestra democracia como la del día de la séptima huelga general que se convoca en nuestro país. De momento, Felipe González atesora el honroso o vergonzoso récord -según se mire-, de convocatorias de paros generales durante su mandato de 14 años en el gobierno de la nación. El resto se reparten entre los demás inquilinos que ocuparon la Moncloa, con la célebre huelga de una hora a Adolfo Suárez en 1978, el paro protagonizado en 2002 para que literalmente "Aznar no se fuera de rositas" y la celebrada en el día de ayer a José Luis Rodríguez Zapatero.
Pero realmente, ¿sabemos que significa el concepto de una huelga general?
Deberíamos pues retrotraernos al siglo XIX, en el contexto de la creciente industrialización que se instaló en Europa en forma de chimeneas y grandes complejos fabriles destinados a cimentar las bases del sistema capitalista. En aquel momento de efervescencia política y económica nació también un fenómeno conocido como movimiento obrero, de dimensiones reducidas pero con aspiraciones internacionales, que aglutinaría las reivindicaciones de todo un colectivo que pasaba sus horas bajo el extenuante hollín. Y que dada su nula participación en cuestiones de ámbito político, empleó el mecanismo de la huelga general para demandar derechos políticos como el sufragio universal, o sociales como un reglamento que regulara su legislación y posibilitara el reconocimiento legal de las organizaciones obreras.
Pero lo que empezó como algo que reclamaba derechos y garantías para los obreros, pronto dio un salto cualitativo y cuantitativo hacia posiciones más exaltadas, habida cuenta de la potencia y repercusión que podían llegar a tener las masas descontentas. Y esa defensa lícita y legítima derivó por los cauces de la izquierda radical abusando del recurso a los paros, en el convencimiento que ello iniciaría la revolución social, al paralizar la actividad del Estado e implementar el control obrero de la producción y la administración estatal.
La desvirtuación de dicho concepto por la izquierda rebautizado como sindicalismo, tuvo su punto álgido definitivo tras el triunfo de la revolución soviética en Rusia; donde la utilización de una simbología y parafernalia identificada con la masa obrera encumbró, implementó y consolidó a una casta dirigente erigida en verdadero politburó de la demagogia propagandística. El control ejercido desde arriba por un partido político único, con unos engranajes perfectamente engrasados para ejercer un poder omnímodo sobre todos los aspectos que regían la vida de sus ciudadanos, condenó al ostracismo sumiso y dócil a la lícita demanda obrera.
Las siete décadas de obediencia ciega a los dictados del Kremlin abocaron al sindicalismo a un debate interno entre el continuismo y el revisionismo que le precipitó hacia un abismo del que dificilmente podría recuperarse. Y no le sería fácil porque había quedado demostrada la gran falacia de sus postulados políticos y sociales, ejemplificada en la mordaza del comunismo, que había supuesto para su peor enemigo, el capital, la constatación práctica de la posibilidad de asimilar una relación serena y tranquila entre el patrono y el obrero en el mismo marco legal, sin necesidad de experimentos como el de la URSS y sus democracias populares.
La puntilla para esos sindicatos que se erigen en defensores del trabajador es el hecho que disfruten de unos privilegios por el mero hecho de realizar su encomiable labor. Contrapartida que por otra parte no resulta beneficiosa para la actividad del común de los mortales y que únicamente lucra en forma de subvención, dádiva o gratificación a los sufridos sindicalistas.
Afortunadamente ayer se demostró que los ciudadanos han sabido estar a la altura de las circunstancias y han dado la espalda al galimatías sindical. Una huelga jamás debe imponerse y muchos menos utilizarse como arma arrojadiza contra nadie. Este país tiene una situación desesperada y alarmante; tenemos cinco millones de parados y una economía potencialmente frágil. No necesitamos a paniaguados haciendo paripés en las calles, rompiendo escaparates, saqueando tiendas o quemando contenedores como ha ocurrido en Barcelona. El escaso seguimiento ciudadano demuestra por fin que esa realidad interesada de los sindicatos, no es compartida por la inmensa mayoría de los españoles, que no necesitan la exaltación teatral de unas siglas subvencionadas por el gobierno, sinó que precisan de soluciones para el día a día, sobre como sacar adelante a sus familias, encontrar un trabajo, poder comprarse un piso, o simplemente disfrutar de la vida sin preocuparse de temas tan básicos. España no necesita huelgas generales, necesitamos unas elecciones generales.
Pero lo que empezó como algo que reclamaba derechos y garantías para los obreros, pronto dio un salto cualitativo y cuantitativo hacia posiciones más exaltadas, habida cuenta de la potencia y repercusión que podían llegar a tener las masas descontentas. Y esa defensa lícita y legítima derivó por los cauces de la izquierda radical abusando del recurso a los paros, en el convencimiento que ello iniciaría la revolución social, al paralizar la actividad del Estado e implementar el control obrero de la producción y la administración estatal.
La desvirtuación de dicho concepto por la izquierda rebautizado como sindicalismo, tuvo su punto álgido definitivo tras el triunfo de la revolución soviética en Rusia; donde la utilización de una simbología y parafernalia identificada con la masa obrera encumbró, implementó y consolidó a una casta dirigente erigida en verdadero politburó de la demagogia propagandística. El control ejercido desde arriba por un partido político único, con unos engranajes perfectamente engrasados para ejercer un poder omnímodo sobre todos los aspectos que regían la vida de sus ciudadanos, condenó al ostracismo sumiso y dócil a la lícita demanda obrera.
Las siete décadas de obediencia ciega a los dictados del Kremlin abocaron al sindicalismo a un debate interno entre el continuismo y el revisionismo que le precipitó hacia un abismo del que dificilmente podría recuperarse. Y no le sería fácil porque había quedado demostrada la gran falacia de sus postulados políticos y sociales, ejemplificada en la mordaza del comunismo, que había supuesto para su peor enemigo, el capital, la constatación práctica de la posibilidad de asimilar una relación serena y tranquila entre el patrono y el obrero en el mismo marco legal, sin necesidad de experimentos como el de la URSS y sus democracias populares.
La puntilla para esos sindicatos que se erigen en defensores del trabajador es el hecho que disfruten de unos privilegios por el mero hecho de realizar su encomiable labor. Contrapartida que por otra parte no resulta beneficiosa para la actividad del común de los mortales y que únicamente lucra en forma de subvención, dádiva o gratificación a los sufridos sindicalistas.
Afortunadamente ayer se demostró que los ciudadanos han sabido estar a la altura de las circunstancias y han dado la espalda al galimatías sindical. Una huelga jamás debe imponerse y muchos menos utilizarse como arma arrojadiza contra nadie. Este país tiene una situación desesperada y alarmante; tenemos cinco millones de parados y una economía potencialmente frágil. No necesitamos a paniaguados haciendo paripés en las calles, rompiendo escaparates, saqueando tiendas o quemando contenedores como ha ocurrido en Barcelona. El escaso seguimiento ciudadano demuestra por fin que esa realidad interesada de los sindicatos, no es compartida por la inmensa mayoría de los españoles, que no necesitan la exaltación teatral de unas siglas subvencionadas por el gobierno, sinó que precisan de soluciones para el día a día, sobre como sacar adelante a sus familias, encontrar un trabajo, poder comprarse un piso, o simplemente disfrutar de la vida sin preocuparse de temas tan básicos. España no necesita huelgas generales, necesitamos unas elecciones generales.