A lo largo de sus años de existencia el organismo encargado de coordinar y vigilar la buena salud del concurso musical, la EBU (European Broadcasting Union), o UER (Unión Europea de Radiodifusión), ha sabido adaptar el evento a los nuevos tiempos en cada una de las épocas.
Y es que en cuanto a las formas poco queda ya del primitivo eurofestival de naciones europeas como fue concebido en 1956, aunque la idea de una Europa unida mediante el poder de la música permanezca inalterable año tras año.
Una de las últimas renovaciones en cuanto al sistema de organización en el ESC fue la introducida en 2005, donde dadas las numerosas solicitudes de participación se hacía inviable mantener una única gala sabatina donde se presentaran más de cuarenta canciones, por lo que la UER arbitró la celebración de una semifinal y la ya tradicional final eurovisiva.
Como en anteriores innovaciones, la polémica y los dimes y diretes no se hicieron esperar puesto que debido al sistema del televoto unos estados se verían en mejores condiciones de afrontar su paso a la final que otros, en base al mayor o menor número de países vecinos que pudieran tener.
Ciertamente resulta lamentable que las afinidades políticas y el compadreo entre vecinos pueda aupar o humillar a lo más alto o más bajo de la tabla respectivamente a las distintas delegaciones participantes sin prestar atención a la mayor o menor calidad musical que atesoran los temas que presentan, que en teoría debería ser el único criterio válido para decidir el sentido de un voto. Sin embargo en este tema como en tantos otros la subjetividad -y lo que es más grave la ausencia de objetividad-, del espectador gana varios enteros y resulta prácticamente matématico predecir el sentido de las votaciones dependiendo del estado que las emite. Este es uno de los aspectos que también ayudan a definir al festival puesto que siempre han existido los bloques que se dejaban llevar por un irrefrenable instinto fronterizo que les hacía repartirse las máximas puntuaciones. El conocido bloque nórdico (Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia) o el fundacional bloque del Benelux (Luxemburgo, Francia, Alemania y Bélgica), amén de las reciprocidades en las docenas, esto es las delegaciones que dan y reciben 12 puntos como Grecia y Chipre, Mónaco y Francia o Malta y Reino Unido.
Desde hace unos años esta tendencia se ha incrementado y ha roto la mayoría de los esquemas mencionados trasladándose al este europeo afectando a la nueva hornada de delegaciones que se han incorporado al ESC. Así los antiguos estados satélites de la extinta U.R.S.S. -Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Ucrania, Bielorrusia, Rumanía, Bulgaria, Hungría, Moldavia, Chequia, Georgia y Armenia-, así como los estados resultantes de la desmembración de la antigua Yugoslavia -Eslovenia, Bosnia-Herzegovina, Croacia, Macedonia, Montenegro y Serbia-, a los que unimos los tradionales estados orientales como Rusia, Grecia, Chipre o Turquía vemos como entre todos han logrado desbancar al occidente eurovisivo arrebatándole su hegemonía en lo que al festival se refiere.
Sólo hay que repasar las sedes donde se ha celebrado el festival en la presente década para comprender mejor el alcance de esta algarada oriental; así Cophenague en 2001 fue la última sede occidental en celebrar el ESC. Desde entonces el este ha ganado posiciones de norte a sur, y de sur a norte con Tallin´02 (Estonia), Riga´03 (Letonia), Estambul´04 (Turquía), Kiev´05 (Ucrania), Atenas´06 (Grecia), Helsinki´07 (Finlandia) y para 2008 todo parece indicar que será Belgrado, la capital de Serbia.
Un verdadero muro que se muestra infranqueable e inexpugnable para las otrora potencias eurovisivas como Irlanda - que se vio relegada a la última plaza en la gala del sábado, teniendo en su haber el mayor palmarés de la historia con 7 triunfos-, o Reino Unido y Francia que atesoran 5 galardones cada uno, o Suecia, donde el ESC se vive como un verdadero fenómeno anual.
Yo me inclino a pensar, que en esto de los triunfos y los fracasos, todo es relativo. Es decir que todo se mueve por ciclos, y ahora es el momento del este europeo que se está abriendo a Europa y sirviéndose del festival de Eurovisión como una verdadera herramienta de promoción como ya hicieron otros estados anteriormente.
La música no conoce fronteras y no hay mal que cien años dure. El occidente eurovisivo debería preocuparse más por enviar representaciones dignas y de calidad, que en perderse en estériles discusiones sobre la mayor o menor idoneidad del sistema telefónico de voto o la crítica al amiguismo oriental.
Cada uno debe servirse de sus propias armas, y occidente debe recurrir a la calidad, el espectáculo y la confianza en la música en estado puro para ganar enteros de cara a retomar la primacía perdida.
Confío en volver a asistir en directo al triunfo de Austria, Bélgica, Irlanda o España, y la retransmisión del ESC desde Viena, Bruselas, Dublín o Madrid. Y es que la fe mueve montañas, y los telones de acero caen por su propio peso.