A la primogénita Isabel la empleó para estrechar los lazos con Portugal y enterrar de una vez por todas el fantasma que la amenaza lusa suponía para sus aspiraciones. Tras fallecer su primer marido, volvería a contraer núpcias con el primo del infante que se convertiría en rey.
Isabel situó a Juan en centroeuropa, en el entonces denominado Sacro Imperio Romano Germánico de Maximiliano I, que contrajo matrimonio con Margarita de Austria.
María sirvió como refuerzo en las relaciones con Portugal ya que suplió la muerte de su hermana Isabel casándose con su viudo; daría a luz a dos reyes y una reina consorte.
Otro de los hijos fue Pedro de Embasaguas que murió en el parto.
Y por fin serían Juana y Catalina quienes fraguarían con su legado los dos grandes reinos de la época: el español (Carlos V) y el inglés (María Tudor).
Isabel, fue una mujer de mucho carácter y con decisión propia. Con sus hijos fue severa, pero buena madre, haciéndoles entender que tenían unas obligaciones por su rango de hijos de reyes, y que debían sacrificarse mucho por ese motivo. Su vida es una lección constante en este sentido, pues cada paso que la reina fue dando no estuvo exento de polémica, violencia e intriga.
En un tiempo en que todavía la figura del valido ni siquiera se planteaba como en épocas posteriores, eran los reyes quienes decidían absolutamente todos los aspectos de su política.
En Castilla en virtud de los acuerdos que los nobles obligaron a firmar a Fernando para salvaguardar la preeminencia de Isabel y evitar que la voluntad masculina se impusiera a la de la reina, hicieron que Isabel tuviera la última palabra en todos los asuntos de carácter táctico-militar. Una situación arriesgada en una época en que esos asuntos se reservaban a los hombre.
Pese a todo, a la luz de los acontecimientos y su desenlace parece que la reina tuvo el suficiente tesón y arrojo para llevar a buen puerto las gestas emprendidas.
Navarra, Canarias y más concretamente Granada situaron a la reina como genial estratega y la animaron a la conquista del norte de África como dejó reflejado en su testamento dado que su temprana muerte le impidió culminar ese objetivo.
Uno de los proyectos más polémicos y todavía no exentos de interpretaciones en uno u otro sentido fue el Decreto de expulsión de la minoría judía de Sefarad -denominación en hebreo de Hispania-España-.
La historiografía afirma que los tres hitos principales del reinado de Isabel y Fernando para las Españas fueron la unidad económica, la territorial eliminando la independencia de Granada y Navarra, así como la homogeneización de la fe cristiana tanto en Aragón como en Castilla.
Lo cierto es que mucho se ha hablado de las presiones de terceras personas en el hecho de la toma de decisiones en el sentido de expulsar a las minorías de los reinos penínsulares, pero pocos historiadores saben a ciencia cierta lo que propició el cambio de actitud en la corona castellana con respecto a décadas precedentes.
Los judíos habían sido fundamentales desde la instauración de los Trastámara en el trono castellano, en su papel de asesores, médicos, astrólogos, consejeros y por supuesto, prestamistas y hacedores de la corte. Tal es así la situación que ya a mediados del siglo XIV la nobleza castellana recelaba de las relaciones de los monarcas con los judíos.
La situación de constante enfrentamiento que vivió Castilla desde finales del siglo XIII situó a los judíos en uno u otro bando en función de los intereses y contrapartidas lo que les granjeó enormes fortunas, prebendasy propiedades, además de una ingente animadversión entre los cristianos nobles que se encargaron de insuflar el odio a las clases más populares.
La propaganda contra los judíos no tardó en aparecer, y ésta se vio fortalecida por la mala situación en muchas ciudades y villas tanto económica como higiénica. Uno de los males que azotó Europa desde 1348 se convirtió en el principal aliado de los detractores de los judíos en Castilla: La peste.
Así la minoría hebrea fue responsabilizada de traer la epidemia a sus vidas. Se llegó a afirmar que fueron los judíos quienes habían envenenado los pozos para que se propagara la enfermedad y quedarse con las posesiones del pueblo.
La usura y el préstamo como actividades habituales de este grupo étnico tampoco ayudaron en demasía a mejorar su imagen por lo que la violencia, el pillaje y desprecio hacia ellos no tardó en llegar. Los conocidos como progroms se generalizaron a partir de 1391 en todo el reino y precipitaron la destrucción de las aljamas y juderías de las ciudades, con la consecuente muerte de muchos de ellos, destierro o expropiación de bienes.
Así dio inicio el siglo XV con una peligrosa coexistencia entre cristianos y judíos que amenazaba con saltar por los aires en cualquier momento.
Durante el reinado de Enrique IV, hermano de Isabel, eran muchas las voces que tildaban al rey de bastardo, incluso llegando a afirmar que sangre judía corría por sus venas. El motivo es tan peregrino como lógico en una mentalidad medieval y consecuentemente ingenua y maleable: El color rojizo de sus cabellos y sus ojos claros.
Ello de lo único que daba certidumbre era de la psicosis existente en relación al judío. Un miedo fundamentado en el hecho de que aquellos considerados extranjeros pudieran desempeñar funciones de más prestigio que los propios castellanos, y naturalmente de más remuneración económica. Las transacciones comerciales que realizaban contribuyeron a alimentar la leyenda del desprecio de éstos hacia las instituciones cristianas, pues la Iglesia había prohibido desde tiempo inmemorial la usura y el préstamo con interés por considerar que suponían una discriminación entre hermanos de fe. Los judíos estaban exentos de esa prohibición y eran los únicos capacitados a tal efecto.
De manera que esta fue la situación que Isabel halló a finales del siglo XV; una conflictividad latente que de haber despertado habría supuesto una grave amenaza para sus aspiraciones. Lo cierto es que los hebreos sabedores de ésto se encargaron de agasajar a la reina. Primero garantizándole fondos para la conquista y posterior pacificación de Granada, y posteriormente mediando en Gante, Amberes o Flandes para asegurar la financiación necesaria de los banqueros alemanes de la Haya en el proyecto de Colón.
Sin embargo posiblemente las presiones de las casas nobiliarias que habían aupado a la reina al trono aunaron esfuerzos en contra de los judíos. La unión territorial y religiosa obsesionaba a la reina y tras la conquista de Granada uno de esos objetivos se había culminado; restaba uniformar la fe en la península. Posiblemente ese fuera uno de los argumentos fundamentales de los afectos a la reina para precipitar la salida de los judíos. Pero no hay que descartar otro punto de interés que pudo hacer pensar a la reina en la conveniencia de este extremo.
Si damos el salto unos años al Oriente Europeo, observamos un cambio cualitativo en las fronteras cristianas que se repliegan hacia Occidente frente al avance imparable de la media luna. La época de las cruzadas queda lejos y la recuperación de tierra santa para la fe de Cristo ha quedado relegada a mera leyenda. Ahora son los musulmanes los que amenazan la integridad del territorio europeo a manos de los turcos otomanos. Concretamente en 1453 conquistan la inexpugnable Constantinopla que se había mantenido desde su fundación más de mil años en manos cristianas. Ese punto de inflexión hace cundir el desánimo y el miedo entre los reinos cristianos. Pero las gestas bélicas no se reducen a ese ámbito concreto de Europa pues la Armada turca ataca varios puntos del mediterráneo y llega a situar bastiones de mercenarios en el norte de África en Orán, Barbería o Trípoli que se encuentran enfrente de las costas españolas.
Hoy sabemos a ciencia cierta que la convivencia de turcos y judíos en Palestina les abre las puertas de numerosos puertos occidentales, pues la actividad mercantil de éstos últimos facilita el intercambio de información que los turcos utilizan en su beneficio. Las costas ibéricas no son ajenas a estas apetencias otomanas que ansían recuperar los territorios del otrora imperio islámico.
Es precisamente esa connivencia entre judíos y turcos la que atenaza las conciencias de la nobleza, convirtiéndose en un mensaje que martillea constantemente a la reina. El reino de Castilla no hubiera podido hacer frente militarmente a una invasión de esas características fuera por tierra o por mar. La única solución por tanto era atajar el problema de raíz; y eso precisamente supuso la expulsión.
Continuará....
1 comentario:
Muy bien, David Aracil, un juicio bastante ponderado de la situación de los reinos de España en esa época axial y la actuación de Isabel. Habría que poner en la balanza algunos hechos o semillas que esa actuación nos trajo como "Males" de España. Creo que ya es tiempo, con nuestro "hindsight" actual, de acometer ese reto para que no vuelvan o al menos amainar su virulencia.
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