Todo estaba listo. El hotel Beverly Hilton era un hervidero de fans que se congregaban a sus puertas, para presenciar la llegada de los mejores artistas del panorama internacional, que habían sido invitados a la fiesta que anualmente organiza Clive Davis previamente a la entrega de los premios Grammy.
Quincy Jones, Tony Bennett, Cee Lo Green, Jennifer Hudson, Elvis Costello, Miley Cyrus, Diana Krall o Kelly Price entre otros, se encontraban alojados en alguna de sus habitaciones. Pero de entre todos destacaba una invitada especial aquella noche. La cuarta planta de aquel hotel fetiche para los famosos de Hollywood, tenía de huésped a una mujer muy acostumbrada a participar en fiestas de este tipo y a recibir premios a lo largo y ancho del orbe; no en vano tenía en su haber, precisamente seis gramófonos dorados de los Grammy.
Seguramente en la soledad de su habitación más de una vez habría recordado sus inicios y como el soul la marcó desde bien pequeña, consiguiendo encandilar a todos cuanto la escucharon. La gran Aretha Franklin tuvo ese privilegio y no dudó en amadrinarla para lanzar definitivamente junto a Clive Davis, a aquella adolescente de voz prodigiosa al estrellato.
Ellos fueron los primeros en descubrirla y adivinar que iría más allá que cualquier cantante que la hubiera precedido en el R&B, pop o gospel. Efectivamente fue más que una cantante de extraordinaria voz que decidió a abrir el abanico de sus posibilidades para tocar otros palos del mundo artístico. Fue compositora, productora, empresaria, modelo, relaciones públicas, e incluso actriz.
Pronto recibió el sobrenombre de «La Voz», en clara referencia al portentoso timbre que la encumbraba como la mejor partenaire de su compatriota Frank Sinatra. Su chorro musical era poderoso, fresco, nítido, claro, sin terciopelo. Rozaba la perfección. Erizaba, emocionaba, conmovía, estremecía, enternecía, simplemente enamoraba.
Algunos críticos calificaban su voz como "tesoro nacional". Un talento vocal que revolucionó la industria de la música como casi ninguna cantante lo había hecho hasta entonces.
El año 1985 marcó su debut en el mercado discográfico y no pudo haberlo hecho de mejor manera, porque vendió sólamente de aquel disco 30 millones de copias. Ello demostraba lo que hasta entonces había sido evidente para unos pocos, que aquella artista se convertiría en la más galardonada de todos los tiempos, como recogería el mismísimo Guinness World Records, con dos premios Emmy, seis premios Grammy, 30 premios Billboard Music Awards, 22 American Music Awards, entre otros, que situarían su palmarés en un total de 415 premios a la cantante que consiguió romper todos los moldes.
El más notable de todos sus temas fue «I Will Always Love You», lanzado en noviembre de 1992 y que se convirtió en el single más vendido por una artista femenina en la historia de la música.
Pero no todo fueron vino y rosas en la vida de aquel portento vocal. La maldición aúrea de la que se ven presos muchos artistas, la envolvió con su manto. Sin prisa, pero sin pausa, los cantos de sirena fueron conduciéndola irremediablemente a la deriva de una vida de excesos y de las malas compañías del crack y la heroína, que acabaron por truncar su carrera para siempre.
El fin le llegó siendo un mero espectro, un ser errante que había perdido su propia alma, víctima de la autodestrucción. Aquella voz que tantas veces nos había sobrecogido se acalló para siempre, siendo ahora su propia imagen la que desgarraba el corazón de cuantos la seguimos y admiramos.
Ayer aquella habitación de hotel asistió al último y más desolador episodio de una vida de claroscuros, que acabó sumida en tinieblas con la prematura desaparición de una diva, una grande entre las grandes, única e irrepetible en su género. Quedamos huérfanos de buena música, de grandes canciones y de timbres excepcionales.
Whitney Houston se apagó por siempre para renacer como mito que perdurará eternamente.
I will always love you.