lunes, 18 de enero de 2010

La catástrofe de los olvidados

"El solar en que se ha convertido Puerto Príncipe amanece repleto de gente sedienta, de cadáveres humeantes, de niños rotos que lloran y haitianos desesperanzados que roban..."

Este podría ser el relato de cualquier medio informativo que, salvando la distancia del idioma, llenará esta semana titulares, columnas y editoriales de medio mundo.

Haití permanece sumido desde el pasado día 12 en el caos más absoluto; la tierra se abrió para tragarse lo poco que tenía la población y dejó tras de sí una necrópolis desolada.
Las imágenes hablan por sí mismas con un mensaje nítido y descorazonador; naturalmente alimentado por las televisiones que, en su ahora redescubierto cometido divino de informar, ocultan el morbo y el interés por la audiencia. La muerte parece ser su gran aliada por su demostrada e infalible rentabilidad en share.

El mundo vuelve sus ojos hacia el país caribeño; solidaridad en estado puro, compañerismo, ejemplo, ayuda, respaldo, implicación... desde el 12 de enero.


Seguramente existan personas no muy lejos de donde vivimos que ni siquiera hayan escuchado hablar jamás de este pequeño estado americano; posiblemente algún avezado lector que sigue periódicamente este blog, tampoco sepa nada o tenga alguna reseña vaga del país que ocupa portadas y abre informativos desde la pasada semana. Es algo normal y objetivamente comprensible, pues la historia ha querido ocultar caprichosamente este recóndito lugar borrando casi por completo su recuerdo. No es culpa nuestra o quizá si, porque el relato histórico no crece por generación espontánea, sinó que se va gestando en función del guión que establecemos a lo largo de los años.
La ínsula haitiana entró a formar parte de las crónicas historiográficas en 1492, cuando en la mañana del 5 de diciembre Colón tomaba tierra en la que sería rebautizada como La Española. Tras dos siglos de dominio colonial hispano en el contexto del mayor imperio que jamas conocieran Las Españas, Francia asumió la dirección de esa parte de la isla constituyéndose en St. Domingue.
El siglo XVIII trajo consigo un endurecimiento del sistema esclavista, avivando un negocio que siguiendo la ruta de la opresión, convirtió a África en un vergonzoso granero de servidumbre para las potencias coloniales europeas. De hecho, a finales de la centuria del setecientos un 90% de la población haitiana provenía del continente negro.
La difusión de las ideas ilustradas gracias a la emigración hacia América, posibilitó que el exitoso ensayo independentista de las 13 colonias americanas fuera puesto en práctica a lo largo y ancho del continente. Si la Unión de Estados Americanos fue el talón de Aquiles del Imperio británico, el levantamiento de la sometida población haitiana, sería igualmente un estilete para la convulsa Francia post-revolucionaria, que se vería desposeída del dominio de la isla en 1804 cuando Jean-Jacques Dessalines promulgaba la independencia de Haití.
A partir de entonces y tal como ocurrirá en la mayoría de estados del continente americano, la primacia de los Estados Unidos le convertirá en su mentor y tutor; y desgraciadamente, la codicia y la corrupción se cebarán con la población civil, que asistirá durante más de un siglo al deterioro político, social y cultural del paraíso que, merced a las maravillas halladas, hiciera creer a Colón que había conseguido arribar a Las Indias.

Hoy se da la paradoja que un estado que realizó un salto cualitativo desde la Prehistoria hasta la Edad Moderna en pocas décadas, vive actualmente una involución hacia la Edad Media más oscura. Haití es el país más pobre de todo el continente americano y atesora el triste récord de las rentas per cápita más deprimidas del hemisferio norte junto a Corea del Norte, Afganistán y Mongolia.
Como ocurriera en los protoestados medievales de la vieja Europa, Haití posee una economía de subsistencia donde la tierra es la fuente principal de riqueza o miseria, según se mire.
El umbral de la pobreza no existe en Haití, pues los datos pulverizan cualquier atisbo de desarrollo y prosperidad; el 70% de la población sobrevive en condiciones infrahumanas a base de arroz, sal y manteca vegetal. Dado que la supervivencia depende en gran medida de la tierra, la superficie física de este pequeño estado se encuentra devastada por los incendios y la deforestación que desde décadas han restado terreno a la naturaleza salvaje que quinientos años atrás cubría la isla, mientras hoy es sólo un vago recuerdo con lo que la erosión del suelo y una tremenda escasez de agua potable han borrado la huella de aquel pasado frondoso y floreciente.

La esperanza de vida no alcanza los cincuenta años en una pirámide poblacional que es típica del medievo; con una media de hijos por mujer que alcanza los cinco. Niños que tienen acceso en un ínfimo 30% a la vacunación, y donde la práctica totalidad sufre enfermedades crónicas y parasitarias.
El VIH es uno de los principales motivos de fallecimiento en la isla, junto a otras afecciones como el tifus, la meningitis, la diarrea, la escarlatina, la tuberculosis o el sarampión que fueron en su mayoría erradicadas en el mundo desarrollado hace décadas.

Hoy el mundo vuelve la vista hacia los más desfavorecidos, los pobres de solemnidad, aquellos que han perdido todo lo que tenían... pero posiblemente esos mismos gobiernos que se afanan por enviar ayuda humanitaria, contingentes militares y operativos de emergencias a bordo de aviones y buques, debería reflexionar sobre el significado de la palabra humanidad. Ese al que muchas veces apelamos para defender los derechos de los hombres, aquellos que constituyen la seña y bandera de indentidad de nuestra forma de vida, enraizados ya en la cultura y los principios de una sociedad que es capaz de reaccionar con celeridad digna de encomio ante una catástrofe de proporciones incalculables, pero que posee una extraordinaria capacidad para olvidar de la misma manera a los pueblos, condenándolos al ostracismo, desatendiendo su llamada de auxilio, abandonados a su suerte con la única respuesta del eco de sus mismos lamentos.

Hechos como éste deberían hacer plantearnos nuestra propia existencia, olvidando las individualidades que no conducen más que al rencor y la intransigencia, obviando que la historia es el balance de lo que somos y negarla no contribuirá más que a intentar limpiar nuestras conciencias que quedarán manchadas para siempre. Hoy es Haití, pero mañana puede ser cualquier otro lugar del orbe.
¿Cuantos Haitís existirán en nuestro planeta a los que damos carta de naturaleza por nuestra indiferencia, pasividad o desconocimiento?

Parafraseando a Gabo hoy más que nunca deberíamos plantearnos que la muerte no llega con la vejez, sinó con el olvido; y aquel país llora a sus fallecidos que ya se encargó de enterrar el terremoto, puesto que Haiti yace en algún profundo escondite de nuestra memoria.

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