Llegaba el día; el momento que nadie hubiera esperado jamás se aproximaba. Un día como hoy de 1997 a las 15:59 horas de la tarde, los españoles conteníamos la respiración, intentando parar el tiempo y frenar lo que parecía inevitable.
De nuevo la banda más sanguinaria que haya conocido esta tierra volvía a utilizar sus armas. El terrorismo en estado puro. ETA extorsionaba al estado español con el secuestro de un concejal del Partido Popular en Ermua, del que de antemano ya se sabía cual sería su dramático desenlace.
Una llamada de Egin, el escaparate mediático de los terroristas, transmitía los términos del chantaje: Todos los presos de ETA debían ser reagrupados en cárceles del País Vasco en un plazo de 48 horas, o matarían a Miguel Ángel Blanco. Algo impensable e imposible.
En la mente de todos se hallaba el todavía reciente y espeluznante recuerdo de los 532 días de tortura y cautiverio inhumano al que los terroristas habían sometido a José Antonio Ortega Lara, liberado diez días antes, el 1 de julio, por la Guardia Civil en una fulminante operación.
Así los perros rabiosos de ETA Irantzu Gallastegi Sodupe, Amaya, Francisco Javier García Gaztelu, Txapote, y José Luis Geresta Mujica, Oker, respondieron con el sadismo y la crueldad que sólo se adquieren después de haber asesinado a cerca de 1.000 personas. Miguel Ángel fue su presa.
La reacción de todos los españoles no se hizo esperar. Derechas, izquierdas, nacionalismos y apolíticos, todos se echaron a las calles e inundaron las vías y plazas de las principales ciudades españolas con una sola voz, pidiendo alto y claro libertad para Miguel Ángel. Nunca antes España había visto mayor manifestación pública de unidad nacional. Nadie consiguió unirnos a todos para conseguir un fin común. Aquellas 48 horas pusieron de manifiesto que todos nos sentímos rehenes de los terroristas, prisioneros de la sinrazón y esclavos de un esquizofrénico ideario que no debía, ni podía tener cabida por mas tiempo en la sociedad española. Algunos confiaron que la fuerza de aquellas voces juntas, haría recapacitar al entorno abertzale haciéndole ver la brutalidad de su amenaza, lo que le llevaría a desistir de su vil propósito. Los más escépticos con la realidad etarra salieron de dudas cuando venció el plazo quimérico otorgado por los terroristas. Unos cazadores encontraron a Miguel Ángel, tumbado boca abajo y con las manos atadas por delante, inconsciente aunque con un hilo de vida que se apagó definitivamente horas más tarde en un hospital de San Sebastián.
La noticia cercenó la voz a las millones de personas que clamaban por la libertad. La rabia y el dolor hicieron enmudecer al país.
Sin embargo, aquel clamor lejos de apagarse resurgió con mayor ímpetu y dio lugar al espíritu de Ermua, donde la libertad y la dignidad se convirtieron en himno y bandera verbalizados en un ¡¡Basta ya!! contra la barbarie etarra.
Ello significó el fin del miedo y el nacimiento de un movimiento cívico de libertad que inspiró la política antiterrorista más eficaz conseguida hasta ahora contra ETA.
Era el anuncio que la sociedad española daba a los terroristas, porque la democracia iría a por ellos para perseguir con toda la fuerza de la Ley la derrota de los asesinos.
Para el recuerdo quedan ya aquellas palabras del que probablemente fuera el mejor ministro del Interior que ha conocido este país, Jaime Mayor Oreja, y que viene a reconocer la valentía del pueblo español y el convencimiento en el uso de los mecanismos que otorga el estado de derecho para la derrota definitiva del terrorismo: "Debéis sentiros orgullosos de no utilizar la violencia contra ETA, sólo la fuerza de la justicia; porque nosotros no somos como ellos".
De nuevo la banda más sanguinaria que haya conocido esta tierra volvía a utilizar sus armas. El terrorismo en estado puro. ETA extorsionaba al estado español con el secuestro de un concejal del Partido Popular en Ermua, del que de antemano ya se sabía cual sería su dramático desenlace.
Una llamada de Egin, el escaparate mediático de los terroristas, transmitía los términos del chantaje: Todos los presos de ETA debían ser reagrupados en cárceles del País Vasco en un plazo de 48 horas, o matarían a Miguel Ángel Blanco. Algo impensable e imposible.
En la mente de todos se hallaba el todavía reciente y espeluznante recuerdo de los 532 días de tortura y cautiverio inhumano al que los terroristas habían sometido a José Antonio Ortega Lara, liberado diez días antes, el 1 de julio, por la Guardia Civil en una fulminante operación.
Así los perros rabiosos de ETA Irantzu Gallastegi Sodupe, Amaya, Francisco Javier García Gaztelu, Txapote, y José Luis Geresta Mujica, Oker, respondieron con el sadismo y la crueldad que sólo se adquieren después de haber asesinado a cerca de 1.000 personas. Miguel Ángel fue su presa.
La reacción de todos los españoles no se hizo esperar. Derechas, izquierdas, nacionalismos y apolíticos, todos se echaron a las calles e inundaron las vías y plazas de las principales ciudades españolas con una sola voz, pidiendo alto y claro libertad para Miguel Ángel. Nunca antes España había visto mayor manifestación pública de unidad nacional. Nadie consiguió unirnos a todos para conseguir un fin común. Aquellas 48 horas pusieron de manifiesto que todos nos sentímos rehenes de los terroristas, prisioneros de la sinrazón y esclavos de un esquizofrénico ideario que no debía, ni podía tener cabida por mas tiempo en la sociedad española. Algunos confiaron que la fuerza de aquellas voces juntas, haría recapacitar al entorno abertzale haciéndole ver la brutalidad de su amenaza, lo que le llevaría a desistir de su vil propósito. Los más escépticos con la realidad etarra salieron de dudas cuando venció el plazo quimérico otorgado por los terroristas. Unos cazadores encontraron a Miguel Ángel, tumbado boca abajo y con las manos atadas por delante, inconsciente aunque con un hilo de vida que se apagó definitivamente horas más tarde en un hospital de San Sebastián.
La noticia cercenó la voz a las millones de personas que clamaban por la libertad. La rabia y el dolor hicieron enmudecer al país.
Sin embargo, aquel clamor lejos de apagarse resurgió con mayor ímpetu y dio lugar al espíritu de Ermua, donde la libertad y la dignidad se convirtieron en himno y bandera verbalizados en un ¡¡Basta ya!! contra la barbarie etarra.
Ello significó el fin del miedo y el nacimiento de un movimiento cívico de libertad que inspiró la política antiterrorista más eficaz conseguida hasta ahora contra ETA.
Era el anuncio que la sociedad española daba a los terroristas, porque la democracia iría a por ellos para perseguir con toda la fuerza de la Ley la derrota de los asesinos.
Para el recuerdo quedan ya aquellas palabras del que probablemente fuera el mejor ministro del Interior que ha conocido este país, Jaime Mayor Oreja, y que viene a reconocer la valentía del pueblo español y el convencimiento en el uso de los mecanismos que otorga el estado de derecho para la derrota definitiva del terrorismo: "Debéis sentiros orgullosos de no utilizar la violencia contra ETA, sólo la fuerza de la justicia; porque nosotros no somos como ellos".
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