Si por algo me parece apasionante la historia es por la dispar capacidad de visualización que posee el ser humano y que mediante la abstracción le permite atender de forma distinta a un determinado acontecimiento; de ahí que las suposiciones, conjeturas y conclusiones finales puedan diferir en número y resultado.
Quizá por deformación profesional o por mera afición lo cierto es que cuando sale un tema relativo a épocas pasadas, no puedo evitar analizarlo varias veces desde distintos puntos de vista para tratar de alcanzar una respuesta más o menos razonada. Casi nunca tiene que ver con la realidad oficial que a día de hoy resulta universalmente aceptada, pero en los hechos históricos poco o nada ha llegado a nuestros días de forma objetiva y limpia.
Una vez desaparecen los protagonistas, sus hechos, palabras, hazañas o vivencias quedan indefensos ante burdas manipulaciones, incorrecciones o simples retoques que les otorguen mayor prestigio. La vanidad humana es así de simple y de cruel al mismo tiempo, porque en el titánico -y casi siempre rentable- esfuerzo de deformar/transformar la realidad a su antojo, pierde la esencia de la verdad en su conciencia.
El asunto que ha sido objeto de mi desvelo se centra en una de las soberanas más alabadas y al mismo tiempo odiadas de la historia de "Las Españas". Amor y desprecio a una mujer que con tesón, fuerza y testa supo sentar las bases de un Estado Moderno en la miserable Castilla. ¿Heroína o tirana? ¿Santa y salvadora de la patria o mera megalómana y genocida?
Lo único cierto de la vida de Isabel es que no dejó a nadie indiferente. Y no lo hizo ya tempranamente por su condición de heredera al trono; pues estaría llamada a convertirse en reina una vez su hermano Enrique IV abdicara o finalizara Dios mediante su reinado.
No lo tuvo fácil, pues los años en los que Enrique ostentó el trono no fueron precisamente nada halagüeños para el prestigio de la institución monárquica. Revueltas de las minorías étnicas, guerras de poder entre los clanes nobiliarios, conflictos internacionales con las potencias emergentes de Aragón, Francia o Portugal, aderezado todo ello con una crisis en el campo y unas condiciones higiénicas que diezmaron a la población y abonaron el terreno a uno de los peligros que horroriza a cualquier corte o gobierno que se precie: la hambruna. Ya se sabe que cuando el estómago ruge, las revoluciones, motines o conflictos no tardan en aparecer. Y fue precisamente en ese contexto en el que Isabel se perfilaba como futura monarca de los maltrechos castellanos.
Si no tenía suficiente, la pugna por el poder con su sobrina Juana "la Beltraneja" acabaron por fragmentar el dificil equilibrio existente en el reino. Las potencias ibéricas se frotaban las manos ante la desmembración del reino más extenso de la península, lo que despertaba sus respectivas expectativas expansionistas y hegemónicas. Aragón primero e inmediatamente Portugal no tardaron en mover ficha y materializar sus apetencias en alianzas matrimoniales con Isabel y Juana respectivamente. El órdago estaba encima de la mesa.
Fue precisamente esa convulsa situación la que ayudó a curtirse en las lides políticas a la joven soberana; primero para acceder al trono y posteriormente para asegurar a sus sucesores tranquilidad y equilibrio en las tareas de gobierno, evitando que de nuevo tuvieran que superar los avatares por los que había transitado ella, pero que sin lugar a dudas la legitimiban en el trono como a ningún otro monarca castellano.
El primer gran triunfo de la reina católica le sobrevino merced al Tratado de Alcaçobas (1479), poniendo fin a la contienda con Portugal por la corona castellana y asegurándose además del cetro real, la posesión de Canarias que sin saberlo ella abriría a los navíos castellanos la puerta de acceso a los alisios atlánticos y por ende, al Nuevo Mundo.
Pero la calma derivada tras la tormenta con Juana y Portugal no aseguraba ni mucho menos la permanencia en el tiempo de Isabel en el trono.
Los años del siglo XV trajeron no sólo a Castilla sinó al resto de Europa unas estructuras que suponían las superación del órden estrictamente medieval; es decir el cimentado en la nobleza como garante del poder real. Ahora los monarcas que desde la caída del Imperio Romano de Occidente habían sido considerados como "primus inter pares" (primeros entre iguales), estarán interesados en hacer valer su autoridad frente a las intrigas de una nobleza ávida de poder, riquezas y promoción personal.
Tanto en Castilla como en Aragón los clanes nobiliarios laicos y eclesiásticos habían dotado a los reyes de las dos herramientas para hacer valer su estandarte: armas y financiación. Fueron nobles y órdenes militares los que en mayor medida se pusieron al servicio de uno u otro monarca en el árduo proceso de la Reconquista peninsular. Unas veces amparados en las exoneraciones de pagos, tributos o cargas que los monarcas ofrecían; otras tantas combatían bajo la garantía de engrandecer sus dominios y reunir las fuerzas suficientes para aspirar algún lejano día al trono.
El siglo XV trajo cambios en esa concepción de la monarquía como mera comparsa de las luchas intestinas de clanes. Isabel no sería ajena a ello y precipitaría el fin de la dependencia de su gobierno a las apetencias de los Mendoza o Medina-Sidonia de turno.
Continuará....
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