jueves, 15 de marzo de 2007

El silencio cómplice.

El viejo dicho de que la historia tiende a repetirse y que el transcurrir temporal obedece a una serie de ciclos más o menos regulares, vuelve a hacerse realidad en la vieja Europa. El fantasma que asoló el continente durante la última década de mediados del siglo XX, parece retornar cada cierto tiempo con energías renovadas para recordarnos la fragilidad de nuestra memoria.

Con motivo de las elecciones legislativas en Francia, hoy todos los medios anuncian que nuevamente el candidato del ultraderechista Frente Nacional Francés Jean Marie Le Pen, volverá a las andadas con toda la artillería pesada, para como ya sucedió en el 2002 intentar colarse en la segunda vuelta electoral. Un verdadero atentado contra la inteligencia y la dignidad que cada vez se reedita con mayor frecuencia en los países europeos.

Desde hace varios años la ultraderecha cuenta en el parlamento austríaco con grupo propio, y hasta hace unos meses también formaba parte del ejecutivo su líder Jörg Haider, lo que ya propiciara en el año 2000 que Israel retirase su embajada de la otrora capital imperial, Viena.

A principios de este año los ultranacionalistas del PRS (Partido Radical Serbio) obtuvieron la victoria en los comicios legislativos de la república balcánica en número de votos, aunque afortunadamente una alianza entre partidos reformistas y pro-europeos lograron arrebatar el control del gobierno a la ultraderecha. Pese a todo resulta alarmante que la población se eche en brazos de esta formación política.

La última en engrosar la lista de estados con partidos de la ultraderecha en el gobierno es una ex-república soviética del Báltico, Estonia, donde el centro-liberal se ha apoyado en este grupo para formar gobierno.

Es una verdadera desgracia que hoy día estos partidos obtengan el suficiente apoyo como para convertirse en fuerzas políticas que sirvan para decidir los gobiernos y sean parte integrante de los mismos. Ello pone de relieve que los europeos hemos perdido la memoria, que padecemos un trastorno que nos hace olvidar el pasado.
Un pasado plagado de horror, brutalidad, muerte, destrucción, intolerancia, opresión, ocupación y humillación de los valores éticos, de negación de derechos fundamentales en el hombre, de anulación de las soberanías nacionales y destrucción de la propia conciencia del ser humano.
Ese fue el balance y el legado que el ascenso de la ultraderecha dejó a la población europea del siglo precedente; y sobre esas mismas cenizas de un continente mutilado de esperanzas, desmembrado de sueños y despedazado de ilusiones se firmó el compromiso por parte de aquellos que dieron sus vidas por devolver todo aquello que había sido cercenado por la irracionalidad, locura e insensatez de hombres que una vez jugaron a ser dioses, pero que en su soberbia se tornaron demonios e hicieron padecer a sus contemporáneos bajo los rigores del mismo infierno.

Bajo el juramento de que jamás volvieran aquellos horrores, se fraguó un futuro en convivencia y tolerancia, de respeto y libertad, de unidad y solidaridad para con el débil que nosotros como herederos de aquellos, tenemos el deber y la obligación de mantener y consolidar. No podemos volver a incurrir en los mismos errores que motivaron aquello, al menos por respeto a la memoria de quienes se dejaron su vida por defender los valores universales y garantizar un futuro de libertad, paz y prosperidad.
No dejemos que una actitud aquiescente avive las brasas de una época maldita, ni que nuestro silencio homenajee con su complicidad aquellas infamias.



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